Centros comerciales: las nuevas catedrales del siglo XXI

No será la primera vez que lo haya escuchado. No es un concepto que percibamos como nuevo. Es algo que todos intuimos como cierto, cotidianamente cierto aunque no seamos conscientes de hasta qué punto modula nuestro comportamiento social.

Se han hecho multitud de estudios empíricos en los que autores como Fiske, Brummett, Morris, Taylor, Bauer, Galbraith, Miller y Rifkin, apoyados en muy diversos y numerosos experimentos realizados en Norteamérica (Estados Unidos y México), América Latina y Europa, nos ayudan a entender uno de los fenómenos contemporáneos más extendidos pero en el que, quizás, por su acentuada cotidianidad menos tiempo le dedicamos.

El centro comercial, según Fiske, admite dos metáforas, la religión y la guerra, que lo relacionan directamente con las catedrales por el papel que en aquellas sociedades medievales tenían como lugar de protección, ante una eventual acción hostil del enemigo, o como centro de encuentro social y espiritual.

Durante cientos de años el espacio público, por excelencia, era la plaza pública en donde tenían lugar la vida real de la población. Se integraba como un “must” en el diseño de la ciudad. Era un lugar de encuentro, de celebración y de cultura en su dimensión más global. Ceremonias de todo tipo, encuentros deportivos, desfiles militares y entretenimiento popular e incluso culto, expresadas en corridas de toros o representaciones teatrales, hacían converger en un solo punto a todas las escalas sociales. Es cierto que también tenían lugar en la plaza transacciones comerciales, muchas veces de mercado de abastos en instalaciones, más o menos permanentes, que se apoyaban sobre los muros de la catedral, pero siempre fueron consideradas como una función derivada.

Y todo en un ámbito libre, abierto y relativamente democrático, por la convivencia natural de las distintas escalas sociales, en un tiempo donde la movilidad social aunque posible, la gran parte de las veces por las armas, era limitada.

Ahora, digamos que poco antes del comienzo de la primera guerra mundial y como respuesta al impacto científico del taylorismo en las técnicas de producción y del nacimiento de la publicidad moderna, en un intento de buscar un momento de nacimiento histórico, y exportado a todo el planeta desde Estados Unidos, esas distintas actividades que tenían lugar en la abierta plaza pública se han confinado a un espacio cerrado. El centro comercial. Icono de modernidad en el consumo y perfecta relación entre producción en masa y consumo masivo.

Aunque con la apariencia de lugar público, de antigua plaza de ciudad, se trata de un inmueble de propiedad privada, gestionado desde una sociedad unipersonal o por un grupo de inversores.

Por tanto, el único de los criterios enunciados que se mantiene, desde entonces, es que sigue siendo "relativamente" democrático.

Ese conjunto de expresiones sociales y actividades culturales (de ocio en nuestra terminología contemporánea) se han convertido en una “mercancía a la venta donde la cultura existe en forma de experiencias mercantilizadas” (Rifkin).

A cada uno de nosotros se nos ofrecen, previo pago, diferentes opciones o accesos a distintas experiencias de consumo.

Espectáculos, exposiciones, conciertos, electrodomésticos, payasos o piscinas con bolas de colores, siempre en recintos cerrados, para que nuestros hijos no interfieran en nuestro acceso, a medida, al modelo de recompensa diferida o inmediata, en donde teléfonos móviles, una deliciosa lasaña que compartir con nuestra pareja o grupo de amigos, una noche de hotel, un desfile de moda, un diamante que recuerde “para siempre” un momento especial, una revisión médica, un sofá de masajes para nuestro salón o un tratamiento de blanqueo dental nos hagan sentir mejores, diferentes o admirados.

Según nos apunta Morris, esta diversidad encierra una cualidad dual del centro comercial: la estrategia del encanto y de la seducción trufada, hábilmente, de sorpresa y confusión, familiaridad y armonía. Un abanico de posibilidades tan extenso como disperso pero convenientemente categorizado y que simplifica nuestro perfil de consumo en alguna de las cuatro opciones siguientes:

  • “Conseguidores” o consumidores tradicionales de alto nivel educativo, materialistas, que se esfuerzan en su ámbito laboral y que sentirán la poderosa y distinguida llamada de exclusivos productos de marcas de lujo…
  • “Emuladores”, individuos conspicuos, jóvenes, sabedores de su actual estatus marcados por un consumo aspiracional.
  • “Socios”: consumidores de clase media, con ingresos medios y conservadores en sus decisiones de compra.
  • “Sufridores”, condenados a un consumo de supervivencia.

En este contexto experiencial, el “ir de compras” (el hacer shopping) trasciende la mera transacción de compra-venta para ser mucho más. Brummett, nos dice, que es una actividad en sí misma que forma parte de una visión postmoderna del ocio asociada al hedonismo y al narcisismo. Una especie de placer fetichista y voyeur que nos ofrece el centro comercial convertido en lugar de placer en sí mismo. Un lugar que nos permite ver y ser visto. Tener acceso a un círculo social distinto al natural de pertenencia y, donde lo importante no son los bienes adquiridos sino la transferencia de identidad, única, que sentimos que nos aporta.

El consumismo se encarna en nueva religión contemporánea y el centro comercial es su nuevo templo que, a diferencia de las catedrales que pretendían evocar un mundo espiritual e interior, el centro comercial se esfuerza en replicar elementos que nos unan a un mundo exterior idealizado y mucho más trivial. Encontraremos fuentes, árboles, palmeras, cielos estrellados de leds, grandes rocas volcánicas y un número cada vez mayor de símbolos, mucho más explícitos, simples e inmediatos que los dejados por las logias masónicas en los sillares de piedra de las catedrales. Sólo comprensibles por aquellos que las sabían interpretar. Hay tres símbolos que la masonería toma como esenciales: el martillo simboliza “la fuerza necesaria para realizar la obra”, el cincel “la inteligencia sin la cual la fuerza sola no seria útil y gracias a la cual la forma deseada aparecerá de la piedra bruta” y la regla con la que podrá “dividir su tiempo en tres proporciones, una para el trabajo, otra para el estudio y la última para el descanso”

Los símbolos contemporáneos a los que me refiero y que se concentran en nuestras nuevas catedrales son las “marcas” que todos sabemos interpretar sin dificultad, gracias a la publicidad, y que nos dan seguridad, estatus o pertenencia a un grupo social y que nos invitan a experimentar el placer de consumirlas con elaborados y sutiles mensajes que nos prometen otra vida en este mundo terrenal.

Una vida plena, envidiada por todos y sólo accesible a unos pocos elegidos, ya no por su cuna sino por su bolsa, pues ese estado de satisfacción y plenitud se consigue por acumulación de bienes, todos ellos imprescindibles pero sustituibles por nuevas versiones futuras más completas o más “fashion”. Ningún valor es estable en el tiempo y todo es susceptible de cambio. Todo es relativo y permutable.

Cualquier cosa que se desee se puede conseguir si tienes dinero para pagarlo. En los centros comerciales de cualquier parte del mundo se respira competencia entre los diferentes oferentes y el éxito viene definido por la posibilidad de acceso a esa oferta casi ilimitada de consumo.

Como me repite uno de mis amigos: “ Javier hay otra vida, pero es más cara…”

 

Artículo realizado por Javier Espina Hellín CEO QLC SLP